sábado, 7 de junio de 2008

Mi Abuela...

Como quisiera verte de nuevo en aquellas lugares
y saborear contigo aquellos momentos.


Hace veintitrés años de eso, pero aún me parece que fuera hoy. Me veo delgado con los zapatos blancos y polvorientos cargando una bolsa repleta de ropa vieja, si, ropa usada en perfecto estado que nos regalaban los vecinos de los Calamares, de ese barrio que no logro olvidar por más que cambien las cosas.
Mi Abuela iba siempre delante de mi, para ese tiempo, creo que ella rondaba lo sesenta y cinco años, pero llevaba la fortaleza de un búfalo dentro, era la guerrera del camino, una verdadera mujer de temple, valiente en todos los aspectos de la vida, meticulosa, y sufridora perpetua por cosas que de este mundo no me explico y que aún después de todo no logro comprender. La veo caminando rápidamente y obligándome a apresurar el paso. El sol en lo más alto del cenit nos derretía las entrañas en esas lomas que sólo unos cuantos osados como nosotros decidíamos andar. Yo arrastraba los píes, tenía sed y fatiga, estaba como si hubiese jugado varios partidos de fútbol sin descansar, y ella allí como un robot, fuerte y sin ganas de doblar las piernas para sentarnos en ninguna parte, pues no había siquiera a menos de no se cuanto un lugar donde refugiarnos de la inclemencia del calor que nos estaba abrumando y derritiendo el cuerpo. A lo lejos divisé una casa, al acercarnos pudimos ver que era con techo de paja y paredes de barro y unas varas dentro que las reforzaban. Había niños jugando y corriendo dentro de ella, los vimos a través del portal que se encontraba abierto y mi abuela les grito. – hola, podemos pasar – los niños llamaron al parecer a unas personas mayores que parecían sus padres, -si, adelante, por favor, siéntense- nos dijeron. Nos ofrecieron agua, me tomé como diez vasos, la casa estaba muy fresca, ya que tenía el suelo de arena y lo sentí como recién mojado, quizás lo hacían para así refrescar el ambiente. –Que les trae por aquí- nos preguntaron, y mi abuela les mostró los maravillosos pantalones, camisas, blusas, y otras cosas que llevábamos para vender o cambiar, lo importante decía mi abuela era no irnos con las manos vacías de los lugares, pues el comerciante siempre tiene que negociar y eso era lo que ella era, una verdadera negociante. Recuerdo que al irnos de varios lugares me iba más cargado de lo que llegaba, dejaba por ejemplo, dos pantalones y una camisa y de cambio nos entregaban un bulto (costal) de plátano, yuca o gallinas, patos, pavos, huevos, u otras cosas y además de eso, le pagaban con dinero, si, como lo oyen, le daban algo de dinero a cambio. No sé como lo hacía pero los hipnotizaba y siempre salía ganando. Muchas veces dejábamos los bultos para recogerlos a la vuelta, cuando nos marcháramos al otro día y pasará el autobús del pueblo para subirlos en el.
Esa vez estábamos en un pueblo que se llamaba algarrobo, y poco a poco se fue oscureciendo muy temprano el cielo, hasta el punto en que eran las cinco de la tarde y casi no veíamos nada. Subimos a una casa que estaba en una colina y allí nos dieron refugio. Como mi abuela, según ella, era familiar de todas las personas del mundo, resultó que allí también tenía una sobrina de la cual yo jamás había oído hablar, y de la cual después de ese día tampoco volví a saber nada. Nos compraron cosas, y en verdad no sé como las vieron porque, estaba tan oscuro que ni con las cinco lámparas de gas que tenían al frente de nosotros se podían mirar bien. Se median blusas, suéteres. Compraban champú, crema, pinta uñas, ganchos, si, todo eso vendíamos nosotros, éramos una miscelánea ambulante. Bueno, en fin. Esa tarde cenamos plátano cocido con queso y tomamos café, a las 7 de la noche aproximadamente nos acostamos, no sin antes escuchar que a unos forasteros en horas de la mañana, les habían salido las caras y las tinas cerca de la poza, no entendí bien eso de las caras y las tinas, y pregunté. – me dijeron que era la sensación que se tiene de que alguien los está viendo, sin ellos poder ver donde se encuentran los que supuesta mente los miran, y las tinas era el sonido producido por alguien que estaba achicando una tina durante muchas horas incansablemente- Seguí sin entender nada. Me fui a dormir a una hamaca que estaba colgada en el salón de la casa. A mis píes se encontraba la puerta, era un portal de madera recubierto con laminas de aluminio y de cierre tenía un listón también de madera que cruzaba la puerta de lado a lado horizontalmente y se metía en dos anillas de alambre en los bordes del marco para ajustar bien.
Aún no sé a que hora me dieron ganas de ir a orinar, y como no había bañó dentro de la casa, ya supondrán ustedes donde tuve que ir. Así fue, tuve que salir de la casa con un frío que me entumecía como a una momia, me tiritaban los dientes y la mandíbula ya la tenía contraída y engarrotada. Caminé y pasé de largo por la cocina que estaba afuera y las estrellas alumbraban un poco la oscuridad de aquel patio. Me acerqué a unas plantas y empecé a orinar, que sensación de alivio sentí, y de pronto, percibí que alguien me miraba insistentemente detrás de unas plantas que se encontraban detrás de mi, miré rápido y no vi a nadie, sentí que se cambio de lugar, ahora estaba más a la izquierda, sentía sus ojos mirándome, la sensación era cada vez peor, sé que estaba allí, pero no lograba verlo, me asusté tanto que salí corriendo hacia dentro, cerré rápido y me acosté, no pude dormir más, lo más extraño de todo fue que como a los 15 minutos comenzaron a sacar o echar agua de una tina grande que se encontraba en la cocina, no se cansaban de hacerlo, pues duraron en ese son como 3 o cuatro horas y sólo se retiraron antes del amanecer a eso de las 4 o 5 de la madrugada, que era la hora idónea en que se despierta la gente del campo. Me levanté entonces y me preguntaron, -que tal has dormido- les respondí que bien- que les iba yo a decir, si supieran lo que me pasó, me dirían tal vez que lo había inventado por lo que estuvieron contando el día anterior. Otra cosa rara que me ocurrió y aún no me explico es que no sé en que momento me picaron los mosquitos esa noche, no los sentí, pero parecía que me hubiera dado varicela, no había un lugar en mi cuerpo donde no tuviera una picadura, hasta en los párpado tenía y lo peor de todo es que estábamos a 24 de diciembre y yo lleno de granos como una mazorca.
Mi Abuela recogió las cosas que no habíamos vendido y nos habían quedado y los otros bultos que teníamos que llevarnos de la casa de su sobrina los bajamos a la orilla de la carretera y los ayudantes del autobús del pueblo los subieron, nos despedimos y así hicimos con los otros bultos de plátano, yuca y demás cosas que nos esperaban en el camino, lo mismo hicimos con las gallinas y el pavo que cambiamos por unas cremas de concha de nácar para las manchas de la cara. Los huevos los llevábamos nosotros para que no se rompieran. Algunas cosas de las que vendíamos nos desaparecieron en cada casa donde fuimos, pero ya eso era costumbre, cuando se median las cosas siempre se escondían otras y ya no las devolvían, pero mi abuela siempre me dijo que esa era el regalo que ellos se deberían quedar por tratarnos tan bien, así siempre nos esperarían alegres sin saber jamás que nosotros lo sabíamos. Mi Abuela me decía, -no te preocupes, todos hemos ganado- y era verdad, nada haríamos nosotros con volver con esa ropa usada a la ciudad y ellos en realidad si que la necesitaban, estaba en perfecto estado, sólo que ya a sus dueños no les gustaba. Nosotros nos regresábamos con dinero a casa y mucho alimento, el cual ella repartía entre sus vecinos. A Mi Abuela la recuerdo aún como aquella vez, de espalda y llena de vida; con su traje marrón de siempre y siguiendo sin tambalear muy sonriente el camino duro, áspero y sin sentido que la vida le dio.

No hay comentarios:

Que tal te ha parecido este escrito

Buscar este blog