Observaba las casas que estaban
detrás de ella a lo lejos, y perdían sus colores poco a poco como sus ojos el
brillo que antes le resaltaba. ¿No se puede querer a dos personas de la misma
forma? me preguntaba. Y que era eso que yo estaba sintiendo en mi pecho que
retumbaba como un tambor. ¿Lo sentiría ella de la misma forma?
Helen se levantó dejando su taza
llena. Cogió su bolso con su mano izquierda y lanzando una sórdida mirada se
marchó sin despedirse. No era la primera vez que perdía un amor sin saber por
qué. La quise de tantas formas que ya había olvidado cuantas veces la amé. Sin
embargo ella parecía ahora no haber sentido lo que siempre juró sentir. Sobre la mesa dejó su servilleta marcada con sus besos y sus frases escritas diciendo "Te Amo"...
El tiempo pasa, y los amores
también, le decía su padre. Un padre lleno de amores como el colibrí del néctar
de las flores. Un padre sin estudios, pero con la carrera de la vida bien
aprendida en cosas de amores. – no importa, le repetía constantemente, ya
vendrá otra mejor, y con más tetas, no vez que cada día las tienen más grandes,
¿que será lo que comen?- con su tono vulgar. Y continuaba diciendo con más de dos
cervezas encima - eso seguro te pasa por no hacerle lo que ella quería-.
Un escondite oscuro no siempre es
un refugio clandestino, donde olvidarse de las penas, si son más que las cosas
buenas que has vivido. Yacía arrinconado en nuestro escondite, pero ella no
llegaba, ni llegaría, ya era tarde para muchas cosas. Allí acurrucado como
lagartija no dejé de pensar en la última vez que estuvimos juntos. Fue tan
dura, que su semblante se mimetizó, y con pasos agigantados se perdió como una
sombra larga en mi mar de dudas.
Treinta y seis meses antes la
había visto por primera en otra ciudad y bajo circunstancias distintas. Su olor
impregnado en mi olfato me acompañó desde aquella noche en que las estrellas
parecían rociar con su brillo sus cabellos que parecían resortes. Precisamente
Estrella era su nombre, y nos fundimos más de una vez en el fuego de mil
pasiones.
Al tocar sus muslos cálidos, a
ella se le encendieron los cachetes y aceleró el corazón. La empujé sobre una
tabla tirada en el suelo mientras le bajaba las bragas como podía, y metía mis
dedos entre su raja húmeda, separándole las piernas sin la menor resistencia.
Aquél día saboree su amor más ardiente y apasionado. Nos entregamos como locos,
como lo quisimos desde el primer día que nos vimos. Pero de eso ya hacía años.
Una lánguida silueta se veía a lo
lejos, caminando descalza sobre el adoquín de aquellas calles angostas y frías.
Quedé mudo con un nudo en la garganta, y no dije nada, mientras observé como se
acercaba. Estrella me miró y siguió como si no me hubiera visto. Nos dijimos
tantas cosas en segundos, fueron los instantes más largos de mi vida, pero no
pronunciamos palabra alguna. Pasamos el uno cerca del otro sin inmutarnos,
mientras sabíamos lo que perdíamos. Éramos como dos trenes que se alejaban en
distintas direcciones.
Bailando como aquella noche, me
hubiera pasado toda la vida a su lado. Pero no había tiempo para tanto, esto no
era una historia de cuentos de hadas. Se iba y punto. El reloj iba corriendo
hacía atrás, y mi corazón sentía esa cuenta regresiva. Bailó conmigo, no sé
como hice para deshacerme de Sandra, y Yelena, pero lo hice, solo para estar
con ella. Llevaba una minifalda morada y un escote en su blusa que hacía ver
más de la cuenta sus pechos pronunciados. Aún llevó marcada la cicatriz de sus
uñas clavadas en mi pecho una vez que me encontró hablando de forma indiscreta
con Yelena, y que para contentarla quise robarle un beso. De un zarpazo me
arrancó el primero botón de mi camisa y una línea broto de mi pecho herido de dos
maneras. Me dolió más la cicatriz que jamás he podido curar con su adiós, que
la que quedó en mi pecho.
Recuerdo a tres mujeres distintas,
y con sabores distintos en la misma época. Estrella, Helen y Stephanía. Todas
fueron incomparables para mí. Con sus sabores y olores distintos, cada una me
dejó marcada una huella de sentimientos puros e imborrables. Y también se llevó
una parte de mí.
Estrella con su piel como el
color de la canela, y unos jardines colgando de su cabellera. Era preciosa, de
hombros y caderas anchas. Callada y sumisa, pero cuando reventaba era un volcán
enardecido. No como Helen, a la cual jamás se le podía creer nada. Era creída y
dueña de su entorno en todas partes se creía la reina de la fiesta. Algunos amigos
aún me dicen que fue mi gran equivocación, que jamás me quiso, pero yo sé que
si. En cambio Stephanía con su dulzura era el complemento que yo necesitaba,
con sus piernas largas de atleta y madurez me enloquecía. Era inteligente y
audaz, guiada por una iniciativa que le impedía rendirse ante cualquier
obstáculo, y más si iba en contra de lo que ella estaba deseando. Fue una
lástima que lo nuestro durara tan poco como los colores del arco iris.
Todos sabemos que el pasado es
inmutable, más no el amor. Dudamos muchas veces de tantas cosas, sin embargo
allí seguimos sin hacer nada. “Vivir con la incertidumbre siempre es posible
mientras no haya que tomar decisiones”, decía el profesor Esteve, y era así. En
la encrucijada las cosas se ven más grises, y la respiración se acelera. La
cuenta regresiva nos pone contra la pared. No hay vuelta de hoja.
Estrella era del lugar de donde
quise ser yo. Del lugar de las estrellas, porque así brillaban sus ojos. “Permanecemos
unidos a nuestra tierra hasta que morimos”, cosa que ley una vez, que es un
sentimiento inagotable que nos llama constantemente y del cual jamás nos
desprendemos. Yo quería permanecer pegado por siempre a ella, a sus labios
carnosos de sabor a canela. Pero seguro no estábamos predestinados para amarnos.
Sus piernas se amarraban a las
mías como enredaderas. Y al respirar su aliento nos convertíamos en uno solo. Su
vientre fue el valle donde quise plantar mis ilusiones.
Los rayos de luz entraban por los
calados de aquella pieza. Las sabanas sudadas de una noche de pasión, yacían
mitad en el suelo y mitad en la cama. Estrella dejaba ver su figura esbelta
medio cubierta por una almohada, mientras su trasero afrodisíaco se asomaba a
los ojos de aquella noche. Yo la miraba en silencio mientras recordaba su
cuerpo cargado de juventud. No olvidaba ninguno de sus gemidos que aún quemaban
la alcoba. Sus cabellos de sortijas embellecían su espalda como racimos de
uvas. Fue mía una sola vez, pero con esa bastó para no olvidarla.
Como todo el mundo que ama, yo
sufría a solas mis penumbras. Nadie te puede consolar más que tu mismo me dijo
Fran. Llegarás hasta donde quieras con este dolor. O te resignas o te
marchitas, solo existen dos opciones. Tú decides cual camino seguir, el que
aumente tus decepciones o el que te brinde la oportunidad de volver a ser
feliz.
Estrella abría sus piernas
dejando el camino libre mientras se retorcía por la calentura de mi lengua que
se meneaba dentro de ella aumentando su excitación. Tenía los senos más
perfectos que había visto, y la embestía salvajemente, mientras la tomaba por
la cintura haciendo uso de mi pasión juvenil, y aquellas ganas acumuladas que
me sobraban entonces.
El destino hizo que se cruzaran
nuestras vidas en aquel tiempo, pero ella nunca volvió a mí.
Italia era distinta a muchas de
las ciudades que había visitado en mi tiempo de mochilero, pero también cargaba
su magia. Allá conocí a Soledad Salas, de tono cálido y sensual. Con un orgullo
que pocos podrán saborear. No era mujer fácil. Me dolió mentirle, y jamás me lo
perdonó aunque siguió conmigo no sé por qué. Algo por mi debía sentir más
fuerte de lo que decía, que soportó tantas cosas, y hasta insinuó que nos
casáramos a escondidas. Es más, que simuláramos nuestro matrimonio, cosa que
jamás consentí.
Ella trabajaba en un restaurante
por las mañanas y en las tardes daba clases de ingles a domicilio, a niños de
familias ricas. Una noche cualquiera se volvió como loca, me reprochó todo lo
que le vino en gana, al parecer se le subieron unas cuantas copas a la cabeza y
jamás volví a saber de ella. Casi se tira por la ventanilla del taxi donde la
llevaba a su casa. Esa noche al bajar del hotel en que nos encontrábamos,
dentro del ascensor se subió la blusa y me dijo que le besara los senos, se
desabrochó el sujetador y mientras íbamos parando el ascensor entre planta y
planta, nos sorprendió el vigilante de seguridad casi cuando nos disponíamos a
hacer otra de nuestras locuras. Nos echó como perros y ella salió enfurecida
conmigo, como si yo fuera el culpable de todo. Juro que ese día ella fue
irreconocible, era otra, y desde ese día comenzó lo nuestro a ir en declive.
Aquí estamos, en Francia, donde prometí
que te regalaría nuestro anillo de compromiso, ¿a que es precioso ver todos esos
puentes desde esta altura? Le pregunté a María del Mar. Aquí lo tienes. Me puse
de rodillas y quedó perpleja, le puse el anillo que le había prometido un 28 de
noviembre. Ella no lo podía creer. En ese momento me desperté, era otro sueño
recurrente con ella. Una y otra vez me ocurría. Quizás me había obsesionado con
María del Mar. Ella tan joven, yo la doblaba en edad, pero me decía que no le
importaba. Era hija de un profesor que tuve en la universidad. Con sus hoyuelos
en las mejillas me hipnotizó. Su cuerpo de princesa se retorcía en mis brazos
una y otra vez diciéndome que me amaba y que yo nunca la amaría como ella a mí.
Creo que se equivocó. El sudor de sus senos de almendra, recorría mi pecho
mientras hacíamos el amor, me gustaba esa sensación, ver las góticas cálidas de
sudor de nuestras tardes a escondidas era lo que me gustaba más de nuestra
relación antagónica. Creo que me hubiera quedado sembrado a su cintura para
siempre si no fuera porque tantas cosas nos lo prohibían.
A veces me preguntó donde andará
con sus frases de oradora, y sus historias de películas. No puedo negar que me
enamoré de ella locamente en los primeros días, aún sabiendo que lo nuestro era
una locura y que así como había empezado terminaría. No dijo más mentiras
porque no la dejé, me alejé, o mejor, nos alejamos entre la espesura de lo que
se nos estaba viniendo encima. Andábamos sin horarios y descontrolados. La
buscaba a todas horas y me cansé de seguir su juego, aunque hubo un tiempo en
que seguí su juego, quizás porque también me gustaba jugar.
Desaparecimos el uno del otro, no
sé si por orgullo, por desidia o por no dar el brazo a torcer primero en busca del otro. A lo mejor los dos salimos
ganando, o perdiendo, hoy no lo sé, sólo el tiempo lo dirá.
Yo no había visto los castillos,
dijo ella. Pues ya los viste, y hasta los has tocado le respondí. Has entrado
en algunos y respirado su historia. Yo cuando era pequeño creía que no existían
le dije, pero ahora sé que existen. No son como las pirámides, y no sé si tienen
más historias, pero me gusta tocarlos y saber quienes vivieron en ellos. No
esperé más de ella aquella noche entre esos muros gigantescos, y esas camas que
aún olían a madera, que lo que ella misma quiso darme. No fue sumisa, ni
concebí que lo fuera. A veces pienso que todos llegamos hasta donde queremos
llegar, no hay líneas que impidan que volemos tan alto. Lo duro es cuando nos
sorprende la caída.
Al día siguiente nos volvimos a
ver. Estaba fresca, con sus ojos grandes alumbrándome la vida como farolas. No
es fácil olvidar a una mujer así. Yo le arrebaté parte de su inocencia con mi
fuego y mi sudor. Ella me entregó algunos de sus mejores días. Después de
aquella tarde nos perdimos para siempre.
Al cabo de cuatro meses recibí
una carta de Maryam, diciéndome que
Helen había fallecido. El corazón se para con noticias así, y viví en
segundos miles de instantes ya idos, pero no respiré, ni me moví, quedé como
una estatua. Después de aquel día contaron mis amigos que mi rostro se tornó
con un blanco espeso y se me opacó la mirada. Esos ojos brillantes y alegres que
siempre tuve, dejaron de vivir se decían todos, y una inmensa soledad me
invadió por más de dos años. A ella le había negado el beso que me pidió de
despedida por andar empecinado con mi nuevo amor de fin de año. Con el tiempo
las cosas se ven mejor, y quisiera que no se hubiera llevado aquel mal recuerdo
que nos alejó. En el parque recuerdo que después de sus partidos de voleibol me
acostaba sobre sus piernas en una banca, mientras acariciaba mi cabello con sus
dedos de forma sutil. No se ama en un día ni se deja de amar en otro. Aquellas
noches fueron especiales, aún me pregunto que nos pasó. Fuimos felices a
nuestra manera en aquellos días, donde nos faltaban temas para seguir hablando
sin parar, a la luz de la luna y las estrellas. A veces me la imagino en el
cielo explicándome ¿Qué nos pasó? La vida muchas veces no nos da segundas
oportunidades, y a ella se la llevaron los ángeles cuando a penas florecía su
juventud.
Aquella tarde me quedé esperando
su llamada, nada desespera más que la espera, y el saber que no te llamarán.
Siempre supe que la perdería así. No tengo la culpa de amar de esta forma como
lo hago, y menos como lo hice con ella. América es parte del mundo, y Europa es
otra parte del mismo mundo, pero no son iguales, así como nosotros, agua y
aceite. Teníamos formas muy distintas de ver las cosas, y aunque ella decía que
yo era su vida, algo me decía que no era así. A veces creemos lo que queremos
creer a medias, y la otra mitad de la mentira la escondemos, o desvirtuamos la
realidad para seguir soñando. Hay quienes prefieren vivir soñando, así es mejor
para alejarse de la realidad, esa realidad que muchas veces me amargó la vida.
Había ocurrido, y yo estaba allí
para presenciar lo que no quería. Para que nadie me lo contara. Es mejor así,
que duela de una vez todo lo que tiene que doler, para qué querer cambiar las
cosas, que no van a cambiar. Es mejor
dejarse llevar que luchar contra lo que no puede ser. La verdad suele doler
solo una vez, la mentira duele siempre, y no se escapa de los recuerdos,
retorna como el sol en las mañanas.
Me quedó mirando a mí alrededor,
y todo giraba en torno a ella. Aún así decidí continuar.
No era bonita Helen, pero si
guardaba en su mirada ese algo extraño que hipnotiza a cualquiera que la ve de
la forma como yo la contemplé, y su bien definido trasero era la locura de
quien osaba mirarla. Helen fue infiel como no lo ha sido ninguna de las chicas
que tuve. Rompió el corazón a más de uno con sus ojos rasgados, y sus besos de
acero taladraban corazones a doquier, pero nadie la vio llorar por amor. Dicen
que alguna vez se enamoró, pero su corazón se estancó en ese tiempo sin
regreso, y juró jamás volver a hacerlo. Sus besos de hielo no fueron de hielo
para mi, y su fuego me quemó por dentro en las entrañas. Se instaló dentro de
mí, pero al marcharse se llevó mis más profundas ganas de amar.
Mi lengua en su cuello era como
un collar ardiendo, y la hacía sentir corrientes en otras partes me decía, a la
vez que aquella fuerte presión en el pecho que la hacía de nuevo sentirse viva,
como cuando fue joven en mis brazos y se me entregó por primera vez. Ya no
somos los de antes, ambos lo sabemos, ni podemos cambiar la historia de
nuestras vidas, la tierra no gira al revés y el reloj marca ya muchas horas.
No te das cuenta del silencio
hasta que lo sufres en carne propia. Eran las palabras que yo había escuchado
en innumerables ocasiones de mi padre, y ahora entendía lo que antes de alguna
forma me resultaba incomprensible en ese tiempo.
Este lugar no me gusta hoy, pero
es el lugar donde la conocí, y departí con ella momentos increíbles. Aún siento
su olor en cada rincón. Le dejé una rosa roja en su casa, como la que le di el
día que la conquisté. Y vi volar una mariposa a mi alrededor que me dejó su
aroma. Prometió tantas cosas que no cumplió, por eso no me gustan las promesas.
Quien mucho promete, poco cumple, me lo dicen los años vividos, aún así sé que
no todos somos iguales y a lo mejor alguna vez quiera cumplir sus promesas.
Hoy sé que es más dura la
sensación de estar a la deriva, que estar solo, porque además de estar solo, estás
deambulando entre la nada y no te encuentras. Hoy me encontré todos estos
bellos recuerdos en mi memoria y decidí escribirlos, por si con los años la
memoria me falla, al leerlos sepa qué fue lo que en realidad sucedió.
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